miércoles, 2 de diciembre de 2009

ART. DE UN PORTUENSE,

Y MIS PADRES PENSABAN QUE YO ERA UN SANTO

ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros

Por los escabrosos atajos, sorteando el peligro, recuerdo que bajaba, presuroso, para llegar a la playa de Martiánez desde La Paz... Intuía, entonces, la aventurada empresa, como un desafío a las leyes de la gravedad, cuando me asomaba al precipicio y veía tan distante el mar y los enormes riscos de basalto que formaban el acantilado en la abismal distancia, allá donde las olas chocaban con furia, diseñando en el agua los encajes fantásticos de la espuma que se renovaba constantemente, según durara la marea reinante. Entonces, sentía el vértigo de la amenaza constante, mas mis piernas no flaqueaban, era joven y podía enfrentarme a esas apasionantes situaciones... Como quiera que el camino fuera largo, brevemente hacía algunas paradas donde hubiera sombra, o si me llamaba la atención algunos frutales, de los que había por allí, paraba para abastecerme. No faltaban las moreras y las frondosas higueras de difícil acceso, por lo accidentado del declive para llegar a ellas, a veces inaccesibles del todo, igual que las tuneras y algunos nispereros, cuyos frutos eran realmente hermosos. Bandadas de palomas salvajes, sobrevolaban jubilosas la alegre cañada, cientos de ellas, cuando advertían la presencia de los intrépidos caminantes, eso parecía, y no era que estuvieran asustadas.

Abajo, en la playa, había poco movimiento, apenas unas pocas personas, los habituales, aquellos que se daban el bañito diario y los que, se ganaban la vida arañando las rocas nutridas de algas de la costa y los exóticos y bellos bajíos, lamentablemente hoy desaparecidos, por la evolución del progreso... Los más, pulpiando, o con el cubo y la caña buscando el lugar idóneo para hacer sus capturas.

Dejando vagar la mirada, se iba enternecida hacia donde los verdes tarajales, alineados, formaban una franja de sombras en el declive que había entre el camino de tierra y abajo la orilla superior de la arena, y que asomaban más altos que el blanco y ancho muro y que seguían decorando la ermita de San Telmo y sus aledaños, eso más distantes. Desde ese lindo entorno, se debilitaba su agradable presencia que se acentuaba hasta llegar al Penitente, en las rocas que hacen fuerte en la trasera de la emblemática casa de Santo Domingo, colindante con el Ayuntamiento portuense por delante, en la calle que lleva su nombre. Ese caletón, próximo al referido Penitente, tiene algunas leyendas escalofriantes, hay una cueva subterránea que dicen llega hasta la Iglesia de San Francisco y ésta, a la vez, se ramifica en distintas direcciones. En la entrada de la misma hay una corriente muy fuerte que traga todo lo que encuentre hacia su interior y luego desaparece para siempre. De hecho se ha tragado a varias personas, según he oído decir a la gente más vieja que yo, desde cuando era un niño. La explanada contigua jugó un papel determinante en la vida del Puerto de la Cruz, todavía hay fotografías que lo atestiguan., cuando los vapores de la Línea Naviera Yeoward, principalmente, transbordaban en largos lanchones la mercancía que dejaban y recibían. Entonces era el plátano nuestra oferta primordial y de hecho, donde hoy está ubicado el Consistorio, antes existió en aquella época, un prestigioso Empaquetado de plátanos de nombre Yeoward. En el Penitente había una enorme grúa de hierro, cuyo brazo daba sombra al mar, de muchos metros de longitud... Cuando entró en desuso, allí quedó muchos años abandonada, era un bello vestigio de nuestro brillante pasado, un testimonio indiscutible de nuestra próspera agricultura y su auge de cara al exterior. En esa grúa, a pesar de su gran altura, pronunciada longitud y estar tan cerca a la corriente marina antes aludida, allí teníamos, los chicos de entonces, nuestro cuartel general, en cuya cabina de madera que fuera cuarto de máquinas, se celebraban las fantásticas asambleas, para decidir nuestra actuaciones respecto a las fechorías en el pueblo, molestando a diestra y siniestra, donde hubieran personas que, por sus distintas condiciones, conductas sociales o mal carácter, no aprobáramos; o para luchar contra las pandillas de los distintos barrios... Armados de palos y piedras de las playas hacíamos nuestras incursiones. A los guardias los teníamos locos.

En aquella gloriosa época de mi infancia y primera juventud, que para mí fue muy corta, debido a que emigré a América a trabajar, había en el Puerto de la Cruz, personajes dignos de recordar, desde luego con todo el respeto que bien se merecen. Empezando por La Rochila, una señora de condición social y económica humilde, usaba un sombrero de fieltro negro y fumaba con una vistosa cachimba y de mirada penetrante, que, realmente, atemorizaba con su aspecto con apariencias de mística señora. La Luz Eléctrica, recuerdo que era muy alta y misteriosa, con un andar muy peculiar de pasos largos... Manuel Catalina, que usaba zancos muy largos, de madera, el cual iba tan alto que sobrepasaba la altura de los tejados de las casas y corría por las calles dando grandes zancadas, haciendo huir a la chiquillería asustada y los mayores disfrutaban viéndole. Luego, Toto Lindo, a quien hacíamos la pascua diariamente y nos botaba piedras más grandes que puños cerrados. El Cojo de la Burra, dicen si antes navegó con los piratas y en un combate en la mar perdió una pierna y acabó refugiándose en el Puerto. Desde luego, era un hombre misterioso, hombre de leyendas, que vivía en el fortín de San Telmo, hacía de zapatero y le gustaba mucho el vinito tinto de entonces. Caminaba acompañado de su vieja muleta que también la usaba para amenazarnos. Hay muchos más, por ejemplo: Joaquín el Leño, Antonio El Manquito, Eloy Manis, etc., ya mejor no sigo, no acabaría en tan buen tiempo; pero debo añadir, que eran personas muy queridas por los mayores, sólo que, los padres, nos amenazaban con ellos para que dejáramos de hacer travesuras. Antes no había los artilugios que existen hoy para que se entretengan los chicos y con cogotazos no se resolvía el desorden que armábamos, tenían que meternos miedo; y esa pobre gente pagaban los platos rotos.

Hoy recuerdo con marcada nostalgia aquellos tiempos y cómo era el Puerto de la Cruz. La basura o desechos de las casas, se recogían en un carro de tracción animal; el reparto de las mercancías comerciales, de igual modo. La recogida de la comida para los cochinos y el reparto de la leche, era en carros empujados por el hombre. Cuando había que superar una pendiente, todos los chicos de la calle echábamos el hombro con un entusiasmo increíble y el premio era llevarnos montados como mejor pudiéramos por las pendientes y así sucesivamente. En la Iglesia, cuando había una boda acudía todo el vecindario para curiosear y en buena parte para criticar o elogiar, según quién fuera. Los chicos nos subíamos en los bancos de madera, donde se sentaban los fieles y en más de una ocasión nos íbamos de cuajo y apiñados todos al suelo, con banco y cruentas maldiciones... También ocurría lo mismo en el Cinema Olimpia, en la segunda clase, donde nos sentábamos en sillas de tijera, pegadas lo más posible unas a otras, a veces nos íbamos al suelo una fila entera, ¡y la que se armaba!... Y mis queridos padres pensaban que yo era un santo... Éramos insoportables, pero no trascendía la cosa más allá, al final, yo creo, que los viejos se sentían orgullosos de que no fuéramos "tontos" o, dicho de otra manera, que no fuéramos redomados del todo y supiéramos hacer algunas travesurillas para poderlo contar hoy como risueñas anécdotas.

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