sábado, 17 de octubre de 2009

EL PTO. SIEMPRE EL PTO.,

PLAZA DEL CHARCO: ¡CUÁNTAS VIVENCIAS!

ARTÍCULO DE: Salvador García Llanos

Hemos dado vueltas y hemos glosado el polivalente escenario del costado sur. Hemos hablado de la ñamera y del antiguo bar “Dinámico”. Sería incompleta la visión nostálgica de esa médula espinal de la convivencia portuense que es la plaza del Charco, de no referirnos a lo que sucedía en el espacio interior de tierra natural, allí por donde los días de lluvia intensa no se podía transitar ni acortar camino.

La versatilidad de ese espacio (hoy ocupado por un parque infantil y una plataforma especie de escenario de corta altura) da idea de la importancia sociológica que a lo largo de los tiempos ha tenido este céntrico lugar para gentes de toda condición social, turistas incluidos.
Allí había unos columpios, atendidos por un anciano bonachón que también oficiaba de betunero y al que se le daban unas perritas por hacer unas elementales tareas de vigilancia. Los columpios eran desmontados por operarios municipales cada vez que llegaban los carnavales o las fiestas de julio e instalaban la pista de coches de choque (los cochitos, se decía), una noria, una caseta o alguna atracción de feria.

Esa parte de la plaza quedaba así inutilizada durante un tiempo, a veces meses, con evidente disgusto de los usuarios de los columpios, y sobre todo, de quienes tenían (teníamos: uno también hizo allí sus pinitos balompédicos) aquel espacio como la única cancha donde emular a los Suárez, Amancio y Lapetra de la época. El gigantesco laurel del centro, las palmeras y la caseta de los taxistas eran los límites naturales. Los tubos cilíndricos de los aros de baloncesto hacían de porterías. Los partidos, disputados con pequeñas pelotas de plástico que vendían en un carrito cercano, acaparaban una expectativa tal que era frecuente la concentración de decenas de personas en los alrededores. Tomás Real y Geni González destaparon ahí sus habilidades y se convirtieron en dos malabaristas.

Cuando estaban los cochitos, no se podía jugar. Ni a mediodía ni a la salida de clase. Entonces se iba a El Penitente o a alguna calle cercana de las entonces poco transitadas.

En esa cancha, que cuando estaba encharcada era reacondicionada con arena del muelle o ‘tomada’ de alguna obra próxima, se jugaba a baloncesto. Los domingos por la mañana. Primero, los integrantes del Frente de Juventudes, todo muy doméstico, muy elemental. Por allí aparecieron hasta Pepín Castilla y Juan Suárez. Después, el Ucanca, ya más en serio, un equipo que competía con la élite del basket tinerfeño de entonces: Náutico, Disa, Canarias, San Isidro, Hércules, Hernán Imperio…

Era curioso el ritual de cada jornada: los niños y jóvenes ayudábamos a marcar la cancha con un carrete de hilo grueso y cal sobre las cuñas incrustadas en el piso. Los deportistas se cambiaban en el patio interior de la casa próxima de Falange, donde habían un chorro, uno, para ducharse quince o veinte personas. Había quien prefería, naturalmente, un bañito en el muelle. Junto al laurel del centro, colocaban la mesa de seguimiento y donde se pedían los tiempos muertos y los cambios. Primero jugaban los juveniles y después los senior
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José Antonio Marrero era allí una figura, con su peculiar estilo. Santiago Padrón, Pepe Lechado, Luis Toste… Tantos y tantos baloncestistas portuenses que vieron en el deporte de la canasta una alternativa al entonces todopoderoso C.D. Puerto Cruz de fútbol. Una alternativa que incluso alimentaban en verano, cuando se disputaban campeonatos de aficionados que solían no concluir por enfados radicales con los pobres árbitros o entre los jugadores mismos: Dajapo, Pichirilo, Estudiantes…, nombres de los equipos de aquellas competiciones, disputadas hasta en horas nocturnas, con una iluminación deficiente, pero no importaba.

En aquel espacio, años más tarde, se desarrolló otra convocatoria singular: XII Horas de mini-basket, promovidas por el Cima Club. Y ya con la democracia, antes de la remodelación de la plaza, allí se concentraron actividades relacionadas con la artesanía de las islas durante las fiestas de julio y la distribución de castañas, pescado y vino en la víspera de San Andrés.

En la nueva plaza del Charco, la de los años ochenta, cambiaron los usos y los hábitos. Los deportivos desaparecieron, naturalmente. La plataforma ha acogido desde desfiles de modelos a concursos caninos y actuaciones de grupos musicales, pasando por lecturas públicas durante veinticuatro horas que llegaron a molestar a algunos vecinos y otras actividades culturales.

Otros elementos y mobiliario lúdico suplementaron los columpios. A cualquier hora, de cualquier fecha, se puede ver disfrutar a los niños y a sus padres gozando de la placidez de un recinto singular.

Plaza del Charco, ¡cuántas impresiones, cuántas vivencias, cuánta historia!

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