martes, 16 de febrero de 2010

ART. DE UN PORTUENSE,

SÓLO DESEABA VERLA

ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros

Mientras cae la pertinaz lluvia sobre los rojos tejados, que atisbo desde mi ventana, percibo el grato olor a tierra mojada, a hierba fresca y el perfume de las flores. Escucho el lejano aletear de las aves que a refugiarse vienen alborotadas, a posarse cerca de mí, sacudiendo de sus plumas el agua. Mas, la lluvia sigue cayendo, en la calle, en el jardín... Ya comenzaba a correr con fuerzas desenfrenadas, formando pequeños riachuelos que iban desbordándose arrastrando todo a su paso, alejándose a su loco albedrío. La lluvia borró la imagen encantada en el subconsciente mío y al dulce sueño puso fin.

Yo estaba viéndola jugar con los tersos pétalos de sus rosas... Se paseaba como una diosa, parsimoniosa, y cuando me miraba sonreía, que, desde lo alto, donde yo estaba felizmente, la veía entre fragancias de olorosas flores que tanto abundaban en el diminuto y soleado huerto...

Bajé obstinadamente, aunque aun llovía, ahora más recio, más fuerte. Caminé bajo la inclemente lluvia y, entre inevitables jadeos, cual fuera una razón importante en mi vida, la estuve buscando, pisando el lodazal, entre piedras y barro; murmuré no sé qué, fue una maldición, al tropezar con algo insospechado, y seguí caminando, destilando agua por doquiera y algunas discretas lágrimas, cual lastimada fuente. Miré hacia la distante ventana, y las aves, blancas palomas, me acechaban. Una de ellas abrió sus mojadas alas y me seguía mirando... Sentí que me daba vuelcos el corazón, y como yo siguiera visiblemente afectado, voló hacia mí, posándose en mi mano, que, instintivamente la llamaba. Se arrulló tiernamente cuando las alas cerraron, comenzando luego a jugar y como queriendo decir algo buscaba llamar mi atención. Cuando acaricié su diminuto cuello y el suave dorso, se echó irresistiblemente, fingiendo, tal vez, que dormía y se dejó acariciar por mi impulso humano.

La lluvia seguía arreciando, luego la brisa fría de la montaña, la lluvia y la enérgica brisa me impedía seguir en el jardín y tuve que refugiarme en el interior de la casa. Encendí la lumbre y me abrigué con lo primero que hallé a mano. La extraña paloma había vuelto a la ventana, deteniéndose en ella, aunque por poco tiempo, luego voló... Me quedé solo, pensando largamente, reconstruyendo su imagen delicada, sutil y misteriosa. Recordé la otra imagen, ella jugando con los pétalos de las rosas y siempre sonriéndome; viéndole caminar silenciosa, como la blanca paloma mirándome. ¡Ay, haberla tenido en mis manos, haberla besado y haberla anidado!...

La lluvia seguía cayendo en la calle y sobre los rojos tejados. En el jardín había un silencio profundo, todo estaba triste tras los cristales mojados. Mirando hacia abajo, sólo pude ver que el agua persistía, sólo había tierra mojada, flores mojadas y de barro salpicadas. Y, en mi corazón, aumentaba el triste deseo de hallarla, siquiera para decirle cuanto la quise y que recuerdo cada instante vivido con ella, con demencial respeto, eso, considerando que el tiempo ha pasado, que, aunque en mí haya dejado la pena y el desconcierto natural por su injustificada huida y echándole todos los imaginables cerrojos a su dulce corazón para que nunca más la alcanzara, aun así la sigo queriendo.

Ahora, si quiero verle, que aunque poco tenga que ofrecerle le daría todo mi amor... Ya nada me interesa tanto, que, aunque revienten los más inclementes vientos sobre la faz de la tierra y lo destruyan todo, siempre seré para ella el más fiel y resignado de los enamorados. Que si antes le quise, hoy sólo deseaba verla para confirmárselo. Pero, volvieron las lluvias y las crueles tempestades para dificultar mis humanas intenciones y como tantas veces ocurre, me veo obligado a renunciar, aunque persista mi noble deseo, de que antes de partir, pueda decirle que aun espero, obcecadamente, volver hallarle...

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