lunes, 22 de febrero de 2010

ART. DE UN PORTUENSE,

CON EL SIGILO DEL SILENCIO

ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros

Aunque abunden los motivos y la intención de escribir algún tema sea firme, de nada sirven esas buenas intenciones si no estamos poseídos de antemano por los verdaderos duendes de la inspiración. A veces, ni uno mismo sabe qué hacer. Ya nada debe sorprendernos... Llenos de euforia y dispuestos a trabajar en ello, lo intentamos y no adelantamos ni un ápice. Hay un lapso extraño que evidencia nuestra sorpresiva impotencia para ordenar nuestros sentidos, cuando de ellos ningún estímulo recibimos. He dicho sólo “a veces”; si es al contrario, nuestra mente es un río que desborda su mágico caudal sobre el blanco papel con evidente fluidez... Y es tan maravilloso lo que sentimos, cuando acertamos; porque descubrimos lo que llevamos dentro. Y aprendemos, cada vez más, de nosotros mismos; nuestras nuevas e insospechadas pasiones, y la capacidad de poder sentir y de amar que tenemos. Muchas veces me asombra saber lo que guardo dentro de mí, como si no fuera yo el que siente lo que escribo; advierto mi complicidad también, cuando no puedo contener la emoción, por lo que digo o narro oportunamente. Sí, igual, parece una necesidad inminente de transmitir los verdaderos sentimientos, que no otra cosa; y nos depara ello una paz interior verdaderamente increíble.

Cuando comienzo a escribir, me veo, súbitamente, dominado por influencias extrañas que me obligan, influjos deliciosos que me llevan por senderos desconocidos a un mundo diferente. Cuando escribo, es como si soltara mis cadenas imaginarias, me libero de mi propio ego y soy otro diferente que ama más profundamente, desconocido también por mí. Cuanto me rodea me resulta tan hermoso; y ambiciono tener la capacidad necesaria para poder abarcarlo todo, ese mundo tan delicioso... Es como una fuerza sobrenatural que nos arrebata el alma y la vemos irse gozosa, y en su vuelo fantástico, contenta de vagar ilusionada en esa venturosa huida que nos prodiga caricias anónimas y nos elevan hacia el sueño sinuoso de la inspiración. Como en las bella sinfonías, los bajos, los altos, cada tiempo musical va alternando el sentido poético que cada cual lleva adormecido dentro y nos hace más humanos; acaso ángeles desconocidos que revolotean alrededor del hombre preso que somos algunos de los mortales. Cuando escribo soy libre como un pájaro que puede remontar su vuelo, puedo desplegar mis alas y sentirme suspendido en el aire, cual pluma al viento gozando de la libertad. Cuando sueño me ocurre lo mismo. Cuando voy corriendo por el campo, venciendo toda clase de obstáculos, todos imaginarios, parezco un potro salvaje... Y, cuando estoy con ella, no soy yo, tal vez yo sea otro. La sigo por donde vaya y si la pierdo hasta no hallarle no cesa mi sueño.

Son sueños distintos a los otros sueños. Hasta poder verle estoy corriendo por los campos. Bajo por las quebradas hasta llegar al pie de los barrancos y vuelvo a subir logrando vencer la verde pradera; y le busco en el inmenso platanal y la verde maleza... Sueños que se repiten sin hallar en ellos el consuelo apetecido, sueños que nunca acaban; y uno muere con el desconsuelo propio del desencanto. Morimos mirando atrás con insistencia, presos de nuestra evidente impotencia. Mas, el alma vuelve de su viaje expiatorio y romántico, le vemos llegar, otra vez gozosa, después de su grata experiencia por el mundo de esos sueños y desde allende, las alturas... Luego puede llevarnos con el espíritu del amor al Edén prometido; y nos acompañan nuevas melodías por ese camino... Y allá, al final de todo, se oirán otros ecos musicales que nos darán la bienvenida.

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