LAS VENTAS DE OTRORA
ARTÍCULO DE: Salvador García Llanos
Aún hay quien habla de la reciente apertura de una nueva superficie comercial en el término municipal, dedicada, en principio, a la alimentación. Una marca internacional que se implanta en las islas tras una controversia judicial y tras una campaña publicitaria. Entre la novedad y la novelería, más las ganas de aparcar la crisis siquiera por unas horas, ni la incomodidad del aparcamiento ni los peligros potenciales de la carretera próxima disuadieron al personal: aquello fue otra fiesta, una excursión mercantil, otro canto al consumismo.
Lo que va de ayer a hoy: en el Puerto siempre hubo tradición de comprar en ventas pequeñas, en establecimientos domésticos o familiares atendidos por propietarios y empleados que casi toda la población conocía. Los turistas, ya acostumbrados en los sesenta del pasado siglo a los grandes almacenes o supermercados, que transitaban por los alrededores y veían a niños y amas de casa comprando o haciendo cola, se sentían seducidos por un encanto que les hacía adquirir cualquier artículo o mercancía.
En las estrechas calles de la ciudad, en las manzanas de cualquier sector, abrían aquellas ventas con escrupuloso respeto al horario. En las casas, eran frecuentes las voces:
-¡Elías! Vete a la venta y trae medio kilo de papas y un litro de aceite.
Y siempre estaban. Y siempre atendían. Y siempre había.
Curioso tiempo aquel de las ventas, precursoras de las que luego serían pequeñas y medianas empresas. Curioso porque hasta marcaron una cierta impronta en las costumbres y en los hábitos sociales de la ciudad: horario, presupuesto, pesetas y céntimos exactos, libreta para pagar en una próxima compra, papel grueso de envolver, la cuenta hecha a mano en el dorso, carga y descarga de mercancías, peculiar fidelización de clientes…
Ahora que la gente poco menos que discutía y acreditaba las prisas y el egoísmo en esa nueva superficie comercial, bueno será evocar el ambiente sosegado de aquellas ventas, la paciencia, el respeto, la atención, los recuerdos… Fue el Puerto de la Cruz ciudad de ventas y tiendas, allí donde la actividad mercantil se veía salpicada por conversaciones que luego fueron más propias de bares y peluquerías, allí donde todo trascendía sin molestar, donde se hacía efectivo el dicho: en lenguas del Puerto te veas.
Productos de la época. En el centro fueron célebres los establecimientos de Gundemaro González y Daniel Martín, quienes acompañados de Milagros y doña Lola, sus respectivas esposas, en la intersección de las calles San Felipe y Pérez Zamora, concentraron el consumo de muchas familias. Gundemaro despachaba con fruición azúcar, mantequilla, queso, aceite… productos que ya iban adquiriendo cierta fama. Daniel vendía chochos y sardinas secas saladas o en aceite con las que se hacían unos bocadillos espectaculares.
Pérez Zamora arriba estaban Ramón Padilla y Antonio Padrón. Y en Puerto Viejo, doña Gumersinda. Siguiendo este particular circuito del casco, en la esquina de esta última calle con Teobaldo Power, atendía don Manuel ‘el Colorado’. Y en esta vía, don Félix y doña Esperanza solían tener soluciones al alcance. Cerca de la actual estación de guaguas, esquina El Pozo, era muy frecuentada la pequeña venta de doña Loreto Alvarez, viuda de Delgado. En la ruta hacia El Peñón, doña Bárbara, hermana de Cayetano Martín, eterno trabajador de Imprenta Rodríguez. Antes del campo, en la calle Lomo, don Manuel ‘el Pantano’, y ya en Mequinez, Julián Rodríguez y actualmente su hermano Paco, acaso la última de estas ventas tradicionales.
Blanco, una arteria muy comercial. En los alrededores de la plaza del Charco se localizaban, en el mismo emplazamiento, las ventas de don Julián, Manuel Pérez Perdigón (quien cambió los enlatados por la mecánica) y Sixto Trujillo. Los tres actuaron siempre como serios comerciantes, igual que Marina, la de la media cuesta, y Carlos Perera. Sixto llegó a estar en tres locales diferentes: en Blanco, en los bajos de la casa de los Bazo; en la plaza, esquina con Blanco y en Nieves Ravelo, esquina doctor Ingram. Siguiendo por Blanco -donde podía encontrarse a un siempre solícito Agustín Rodríguez Perera-, hacia arriba, ya próximos a Las Cabezas, Pepe Yanes y María Castilla despachaban a granel. La aceitera, sobre el mostrador, era un elemento identitario.
En el otro extremo, en los alrededores del muelle, estaba El Fielato, regentado por don Juan Ríos y su sobrino Pepe.
Si se subía por la calle Quintana, popularmente conocida como “Canal de Suez”, al menos en el tramo que unía Blanco con San Juan, se podía adquirir productos importados y encontrar marcas (inglesas, se solía decir) de prestigio donde David Peláez Cámara primero y Vicente Lima Alvarez después. Ya en la subida hacia la plaza de la Iglesia, Juan Polegre Robles (con la pomposa denominación de ultramarinos) y Octavio Toste hicieron de sus comercios un estable medio de vida.
Mayoristas. La práctica totalidad de quienes hemos citado hasta aquí podían ser considerados minoristas. Además de los Ríos, ya citados, el comercio de mayoristas, con su propia red de distribución, estaba reservado a Ruperto Peña (calle San Juan), Tomás Reid (junto a la plaza Concejil) y Melchor Martel Oramas (padre de Enrique), cuyo local estaba ubicado en la calle Agustín de Bethencourt.
Pero sigamos con más ventas a donde los portuenses acudían para comprar y proveerse. Siempre fue muy concurrida la de Casiano Verano Flores, al borde de la plaza de la Iglesia. En la de Rafael Torres Cabezas, en la calle La Hoya, trabajaba sin desmayo su esposa María del Carmen Santana. Cerca, en Benjamín J. Miranda, estaban las hermanas Josefa y Lala Rodríguez Alvarez, don Federico y don Luis Matheu, alternando el despacho de garbanzas y lentejas con las conversaciones sobre el Real Madrid. Muy cerca de allí, sobre el Atlético, el eterno rival, quien más sabía era el sin par Alfredo García Martel a quienes compraron preservativos con mucha vergüenza tantos y tantos colegiales y jóvenes portuenses. Otro gran aficionado colchonero, Gabriel García Ojeda, también tuvo su pequeño comercio en la Punta del Viento.
Suministros y ‘mandados’. Perdón por las omisiones, que seguro las habrá, en este apresurado y memorístico paseo por las ventas portuenses, aquellas donde se podía encontrar de casi todo, incluso en horas y fechas inusuales. Aquellas donde sus propietarios estaban siempre tras el mostrador para atender personalmente los suministros, los ‘mandados’ y los encargos que realizaban gentes de todas las edades y de toda condición social.
El tiempo, la edad, el desarrollismo, los supermercados y no digamos las grandes superficies, las nuevas fórmulas de comercialización fueron menguando sus capacidades hasta prácticamente hacerlas desaparecer. Hoy, en menor cuantía, sobreviven espacios o locales de reducidas dimensiones que también resuelven apuros y que por cercanía o buena relación con los vecinos mantienen abiertas sus puertas, domingos y festivos incluidos.
En cierto sentido, son herederos de aquella pujante actividad, de aquel comercio tradicional que ha de competir con el empuje y las potencialidades de otros conceptos y de otras fórmulas muy distintas.
Ya no se oyen aquellas voces ordenantes de la compra de papas y aceite. Ahora es el reclamo del niño que, desesperado en la procesión, le recrimina al padre:
-¡Vamos ‘Alcampo’.
ARTÍCULO DE: Salvador García Llanos
Aún hay quien habla de la reciente apertura de una nueva superficie comercial en el término municipal, dedicada, en principio, a la alimentación. Una marca internacional que se implanta en las islas tras una controversia judicial y tras una campaña publicitaria. Entre la novedad y la novelería, más las ganas de aparcar la crisis siquiera por unas horas, ni la incomodidad del aparcamiento ni los peligros potenciales de la carretera próxima disuadieron al personal: aquello fue otra fiesta, una excursión mercantil, otro canto al consumismo.
Lo que va de ayer a hoy: en el Puerto siempre hubo tradición de comprar en ventas pequeñas, en establecimientos domésticos o familiares atendidos por propietarios y empleados que casi toda la población conocía. Los turistas, ya acostumbrados en los sesenta del pasado siglo a los grandes almacenes o supermercados, que transitaban por los alrededores y veían a niños y amas de casa comprando o haciendo cola, se sentían seducidos por un encanto que les hacía adquirir cualquier artículo o mercancía.
En las estrechas calles de la ciudad, en las manzanas de cualquier sector, abrían aquellas ventas con escrupuloso respeto al horario. En las casas, eran frecuentes las voces:
-¡Elías! Vete a la venta y trae medio kilo de papas y un litro de aceite.
Y siempre estaban. Y siempre atendían. Y siempre había.
Curioso tiempo aquel de las ventas, precursoras de las que luego serían pequeñas y medianas empresas. Curioso porque hasta marcaron una cierta impronta en las costumbres y en los hábitos sociales de la ciudad: horario, presupuesto, pesetas y céntimos exactos, libreta para pagar en una próxima compra, papel grueso de envolver, la cuenta hecha a mano en el dorso, carga y descarga de mercancías, peculiar fidelización de clientes…
Ahora que la gente poco menos que discutía y acreditaba las prisas y el egoísmo en esa nueva superficie comercial, bueno será evocar el ambiente sosegado de aquellas ventas, la paciencia, el respeto, la atención, los recuerdos… Fue el Puerto de la Cruz ciudad de ventas y tiendas, allí donde la actividad mercantil se veía salpicada por conversaciones que luego fueron más propias de bares y peluquerías, allí donde todo trascendía sin molestar, donde se hacía efectivo el dicho: en lenguas del Puerto te veas.
Productos de la época. En el centro fueron célebres los establecimientos de Gundemaro González y Daniel Martín, quienes acompañados de Milagros y doña Lola, sus respectivas esposas, en la intersección de las calles San Felipe y Pérez Zamora, concentraron el consumo de muchas familias. Gundemaro despachaba con fruición azúcar, mantequilla, queso, aceite… productos que ya iban adquiriendo cierta fama. Daniel vendía chochos y sardinas secas saladas o en aceite con las que se hacían unos bocadillos espectaculares.
Pérez Zamora arriba estaban Ramón Padilla y Antonio Padrón. Y en Puerto Viejo, doña Gumersinda. Siguiendo este particular circuito del casco, en la esquina de esta última calle con Teobaldo Power, atendía don Manuel ‘el Colorado’. Y en esta vía, don Félix y doña Esperanza solían tener soluciones al alcance. Cerca de la actual estación de guaguas, esquina El Pozo, era muy frecuentada la pequeña venta de doña Loreto Alvarez, viuda de Delgado. En la ruta hacia El Peñón, doña Bárbara, hermana de Cayetano Martín, eterno trabajador de Imprenta Rodríguez. Antes del campo, en la calle Lomo, don Manuel ‘el Pantano’, y ya en Mequinez, Julián Rodríguez y actualmente su hermano Paco, acaso la última de estas ventas tradicionales.
Blanco, una arteria muy comercial. En los alrededores de la plaza del Charco se localizaban, en el mismo emplazamiento, las ventas de don Julián, Manuel Pérez Perdigón (quien cambió los enlatados por la mecánica) y Sixto Trujillo. Los tres actuaron siempre como serios comerciantes, igual que Marina, la de la media cuesta, y Carlos Perera. Sixto llegó a estar en tres locales diferentes: en Blanco, en los bajos de la casa de los Bazo; en la plaza, esquina con Blanco y en Nieves Ravelo, esquina doctor Ingram. Siguiendo por Blanco -donde podía encontrarse a un siempre solícito Agustín Rodríguez Perera-, hacia arriba, ya próximos a Las Cabezas, Pepe Yanes y María Castilla despachaban a granel. La aceitera, sobre el mostrador, era un elemento identitario.
En el otro extremo, en los alrededores del muelle, estaba El Fielato, regentado por don Juan Ríos y su sobrino Pepe.
Si se subía por la calle Quintana, popularmente conocida como “Canal de Suez”, al menos en el tramo que unía Blanco con San Juan, se podía adquirir productos importados y encontrar marcas (inglesas, se solía decir) de prestigio donde David Peláez Cámara primero y Vicente Lima Alvarez después. Ya en la subida hacia la plaza de la Iglesia, Juan Polegre Robles (con la pomposa denominación de ultramarinos) y Octavio Toste hicieron de sus comercios un estable medio de vida.
Mayoristas. La práctica totalidad de quienes hemos citado hasta aquí podían ser considerados minoristas. Además de los Ríos, ya citados, el comercio de mayoristas, con su propia red de distribución, estaba reservado a Ruperto Peña (calle San Juan), Tomás Reid (junto a la plaza Concejil) y Melchor Martel Oramas (padre de Enrique), cuyo local estaba ubicado en la calle Agustín de Bethencourt.
Pero sigamos con más ventas a donde los portuenses acudían para comprar y proveerse. Siempre fue muy concurrida la de Casiano Verano Flores, al borde de la plaza de la Iglesia. En la de Rafael Torres Cabezas, en la calle La Hoya, trabajaba sin desmayo su esposa María del Carmen Santana. Cerca, en Benjamín J. Miranda, estaban las hermanas Josefa y Lala Rodríguez Alvarez, don Federico y don Luis Matheu, alternando el despacho de garbanzas y lentejas con las conversaciones sobre el Real Madrid. Muy cerca de allí, sobre el Atlético, el eterno rival, quien más sabía era el sin par Alfredo García Martel a quienes compraron preservativos con mucha vergüenza tantos y tantos colegiales y jóvenes portuenses. Otro gran aficionado colchonero, Gabriel García Ojeda, también tuvo su pequeño comercio en la Punta del Viento.
Suministros y ‘mandados’. Perdón por las omisiones, que seguro las habrá, en este apresurado y memorístico paseo por las ventas portuenses, aquellas donde se podía encontrar de casi todo, incluso en horas y fechas inusuales. Aquellas donde sus propietarios estaban siempre tras el mostrador para atender personalmente los suministros, los ‘mandados’ y los encargos que realizaban gentes de todas las edades y de toda condición social.
El tiempo, la edad, el desarrollismo, los supermercados y no digamos las grandes superficies, las nuevas fórmulas de comercialización fueron menguando sus capacidades hasta prácticamente hacerlas desaparecer. Hoy, en menor cuantía, sobreviven espacios o locales de reducidas dimensiones que también resuelven apuros y que por cercanía o buena relación con los vecinos mantienen abiertas sus puertas, domingos y festivos incluidos.
En cierto sentido, son herederos de aquella pujante actividad, de aquel comercio tradicional que ha de competir con el empuje y las potencialidades de otros conceptos y de otras fórmulas muy distintas.
Ya no se oyen aquellas voces ordenantes de la compra de papas y aceite. Ahora es el reclamo del niño que, desesperado en la procesión, le recrimina al padre:
-¡Vamos ‘Alcampo’.
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