domingo, 7 de marzo de 2010

ART. DE UN PORTUENSE,

SEMANA DE LA PASIÓN DE CRISTO

ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros

Próximos están los días de los profundos pensamientos, de ese examen de conciencia colectivo buscando acercarnos a María de los Dolores para acompañarle en su largo sufrimiento hasta tener muerto a su hijo entre sus brazos al descender de la Cruz para sepultar su cuerpo ya fláccido, zaherido y amoratado… La dolorida madre que clama al Cielo y baña con sus lágrimas las heridas de Jesús.

Próximas están las horas de recogimiento colectivo, religioso y espiritual. Reflexionando ante el dolor de madre, de la Virgen María, madre de Dios, abatida por el sufrimiento. Y nos acercamos al Templo, decididamente, para asistir al culto divino; y salimos en magna procesión por nuestras calles, aquellos impresionantes pasos religiosos por las calles de nuestra ciudad, pasos desgranados con el amor más concebible, esos pasos que van emulando la Pasión de Cristo Redentor.

Cuántas plegarias han de brotar de nuestro corazón y qué silencio sobrecogedor nos envuelve entonces acompañando el triste cortejo que escenifican las respectivas imágenes representando los distintos acontecimientos litúrgicos…

Volveremos a evocar con nostalgia aquellas Semanas Santas de épocas pasadas, cuando éramos adolescentes y luego los inicios de la primera juventud, con una visión distinta e ilusiones también distintas, otra forma de sentir.

Las turroneras en las plazas públicas y aquellos “caramelos de cuadritos” (agua, limón y azúcar); y los tachones de azúcar quemada y almendras, en el carrito de doña Isabel. ¡A perra chica la tira! Cada edad tenía sus propias preferencias, si podían satisfacerlos. Los churros calentitos con café y leche y aquel ratito de conversación…

En esas importantes fechas, quienes podían, estrenaban ropa nueva y calzado. Nuestras madres se asomaban en la ventana o en la puerta de la calle para vernos salir de casa y no faltaban las oportunas recomendaciones de rigor: ¡Cuidado donde pisan! ¡Pónganse derechos! ¡Saquen las manos de los bolsillos! ¡No pisen los charcos ni den patadas a las piedras! ¡No riñan en la calle!.. ¡Abróchense bien los zapatos!

El domingo de Ramos era el día de más colorido y cuando la chiquillería más disfrutaba, con el agua bendita y los palmitos.



La matraca en la torre de la Iglesia el Viernes Santo. Parece que la estuviera oyendo. A mi edad, esos días me producen una nostalgia tal, que llegan a emocionarme, por sus singularidades y tantos gratos recuerdos. Esos días sólo queremos acompañar en la Iglesia al Santísimo Cristo y a María en su tremendo dolor. Sentimos un silencio tal en nuestro ser, que sintiéndonos desplazados nos place vivir esa soledad y religioso recogimiento.

Uno ya se siente distinto, con menos ganas de participar en los juegos lúdicos, y si, nos sentimos necesitados del acercamiento con Dios y sus Pasos procesionales. Siempre vamos a echar muchísimos de menos todos aquellos motivos que tanto nos entusiasmaban, como el ir y venir de las gentes por las calles, buscando ir a las respectivas Iglesias. Las muchachas buscándonos para que estemos juntos. La juventud daba al ambiente ilusionados contrastes de vida y transparente inocencia merecedora de todo encomio y respeto. Siempre fuimos un pueblo respetuoso con las cosas de la Iglesia, exceptuando a los pobres ignorantes que arrastran ciertos perjuicios…

Qué ternura al alma da, recordar todas aquellas vivencias, aquel orden tan señalado y la solidaridad entre unos y otros. Aún hay, pese al manifiesto progreso y la influencia turística (¿?) nuestras Procesiones religiosas nos condicionan, y es eso, la necesidad imperiosa de no desear estar solos, de tener en quien apoyarnos; o recibir su mano llegado el momento de partir… Esa luz divina que nos oriente y podamos sentirnos seguros en nuestra postrimería, yendo por el ilusionado camino y entreguemos nuestra alma a Dios, nuestro Señor.

Semana Santa que despierta en cada uno de nosotros la nuestra conciencia y vemos más allá, en ese ascendente camino deificado hallar las Alturas… En esa gruta silenciosa, donde nos esperan los más felices momentos y la paz eterna. Donde ansiosos buscaremos a tantos familiares nuestros, quienes antes partieron, familiares y amigos. Cada uno de nosotros tendrá la oportunidad de disponer de un espacio virtual que nos permita amarnos nuevamente, sin rencores ni recordar fracasos, sin capacidad para odiar, sin autonomías propias, sólo la bondad infinita de Dios permitiéndonos confirmar aquellas promesas que nos hicimos…

Si no fuera así, ¿qué sentido tendría la vida? Seríamos como los animales irracionales: nacer, crecer, vegetar… Luego dejar de existir y ser pasto de las otras especies menores que se arrastran bajo la tierra. O ser consumidos por las llamas en el supuesto de incinerarnos.

Para cada uno de nosotros la muerte debiera ser motivo de infinito placer…

Pero, ¿qué ocurre? Es que para no perdernos en el camino, ese pasaje tan ilusionado, antes necesitamos estar bien, primero con Dios y con ello con nosotros mismos. Sentirnos livianos de culpas, darnos a conocer tal y como somos, sin reservas ni engaños. Hay que ganarse la paz de Dios, esa que tan necesariamente aspiramos, practicando el amor en las mejores obras: consolando al desposeído, ayudando al necesitado y trabajando honradamente a favor de ellos. Hay muchas cosas hermosas por hacer y tiempo suficiente hay, para ejercer esa vocación, a pesar de lo anticonstitucional de tanta desobediencia… para poder ejercer esa vocación

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