sábado, 6 de febrero de 2010

DESDE EL CORREDOR,

Maruxa

ARTÍCULO DE: Juan Del Castillo

Recientemente, falleció una gran dama tinerfeña. Acaso porque ocurrió un fin de semana, pasó desapercibido. Sólo por una esquela de principios de noviembre de 2009 y un posterior obituario, en otro diario local, de Fidel Campo, supimos que la inseparable esposa del grande y alumbrador Antonio González, María Candelaria Izquierdo Álvarez (La Laguna, 1929-2009), Maruxa, a secas, para sus innumerables amigos, había dejado para siempre este mundo.
La figura de gigante de Antonio González y González (Realejo Alto, 1917-La Laguna, 2002) no se entiende sin su excepcional compañera. Otro González, Enrique, su mejor biógrafo, además de médico y confidente, lo analiza así: “Desde que Antonio González se dedica a la investigación, su vida está marcada por esta mujer que le ha proporcionado lo que necesita un hombre entregado, de lleno, a tiempo completo, al estudio”. Nuestro paisano, conocedor de la química psicofísica, sabe de los antídotos para el desánimo y la euforia.

Es Maruxa la que le da impulso para afrontar los riesgos, la que serena la crispación interior. Volviendo al libro del reputado cardiólogo, incluye un párrafo de Antonio, en el homenaje a un político del norte, que le delata: “Es obvio buscar cerca del hombre que realiza una labor fecunda, en la mujer que le ha servido de apoyo y de sosiego... Sus muchas cualidades, las que puso en juego para crearle un entorno amable y confortable, necesario para que una personalidad tan temperamental pudiera mantener su equilibrio”.

En medio de tantos nubarrones, de sobra conocidos, llegan para A. G. días de vino y rosas. El profesor y la alumna se conocen en la lagunera Academia de Tomás Iriarte, donde Maruxa repasa las asignaturas del bachillerato, mien tras Antonio le da clase de matemáticas. Tiene ella 15 años y él 27. Los laguneros viejos la recuerdan así: rubia, de piel blanca, frente ancha, ojos escrutadores entre verde y castaño, nariz romana, labios prominentes, en curva hacia arriba, indicadores del lado alegre de la vida... Era hija de Don Ramón Izquierdo, lagunero que ejercía, trabajador incansable, de posibles. Recuerdo que el caballeroso Peraza de Ayala, en una de las fiestas de los González, y para que se la trasmitiera a su hija, me dijo esta letra de folias: “Dice Ramón Matías, / dice Ramón “Matías”,/ que el bicarbonato / quita la sedía”. Cuatro interminables años de noviazgo, que formalizaron, en Madrid, en el Bar El Gato Negro. El motor y estímulo de aquella época negra fueron las palabras de Maruxa: “Te esperaré, en Tenerife, el tiempo que haga falta”. En 1946, año emblemático para Antonio y para la ULL, gana las oposiciones a la cátedra de Química Orgánica de nuestra Alma Mater, a la que se incorpora, inmediatamente. Entonces, tomó la firme decisión de hacer investigación aquí, sin medios, sin ayudas, sin aparente horizonte, sin laboratorio casi. No siguió los pasos de sus amigos Ochoa y Grande Cobián y prefirió, tozudamente, permanecer en La Laguna, en su Laguna. Dos años después, contraen matrimonio, en La Concepción, bendiciendo la unión don Domingo, el obispo de imperecedera memoria, buen amigo de don Ramón. La novia estaba deslumbrante: como se estilaba entonces, lucía un bello traje blanco, cubierto por un largo velo, con el que se cubría el rostro durante la ceremonia y que partía de vistosa diadema. La pareja vivió, primero, en una casa alquilada, en la céntrica calle de La Carrera. Después, cuando la buena estrella lo permite, compran un coqueto hotelito en el Camino de la Manzanilla. Había pertenecido a Catalina Chápuli y se los vendió su albacea, el pintor Fernando Torres. Una casa aislada, silenciosa, propicia para el estudio.

Allí viví gratas veladas. Maruxa me invitaba, aparte del cariño, según me decía, para emparejar con la gran rectora Marisa Tejedor, entonces sin compañero. Como las ofrecidas a Rodolfo Martín Villa, a la sazón ministro del Interior, con la Manzanilla sitiada, con la Vega tomada por la policía. La relación entre Antonio y el camarada Martín -el amigo de Antonio Cubillo- era antigua; ambos coincidieron, en las Cortes, en los sesenta, uno de rector y el otro de jefe nacional del SEU; luego, serían ambos senadores reales. El sarao sirvió para que alguien dejara de hacerme la puñeta una temporadita... A Federico Mayor Zaragoza, director general de la Unesco tantos años. Rememoro los versos premonitorios que le decían sus compañeros de colegio mayor: “Eres listo, eres guapo, eres rico, ¿qué más quieres, Federico?”.

Antonio y Maruxa me contaron, en múltiples ocasiones, los tiempos de vacas flacas: el largo calvario de la Guerra Civil y la posguerra; la familia sin un duro, con todos los bienes del padre incautados; la llegada a La Laguna con un enardecido Villaverde pidiendo más y más papeles, en tanto se cumplía, implacable, el plazo de toma de posesión. En suma, para el reducido equipo del cuchitril de la calle de San Agustín, se encendió una lucecita cuando el recordado presidente del Cabildo Antonio Lecuona le ofrece un local en el misma sede del ente. Pero se apagó pronto. Hay un cambio en la presidencia y el sucesor decide que aquellas instalaciones, montadas por Antonio y Ramón Trujillo, con tanta ilusión y esmero, fueran para Edafología, para un primo político del nuevo presidente. Y lo hace por el método habitual de la época, por el sencillo procedimiento de cambiar las cerraduras. Lo incluye, con profusión de detalles, en la biografía póstuma de Antonio, Álvaro Díaz Torres (Las Palmas de Gran Canaria, 2006).

Me acordaré de por vida de los últimos acontecimientos de Antonio y Maruxa. El sábado, 4 de noviembre de 2000, se inauguró, en el campus, a la sombra casi de la Cruz de Piedra, un logrado medallón del sabio, obra del escultor Manuel Bethencourt, sufragado por los Chicharros Mensajeros, con Roberto Torres del Castillo al frente. Poco después, otro sábado, a una veintena de personas, nos invitó el matrimonio a almorzar, en el Club de Golf. Entre los comensales, además del mecenas y el artista, Ricardo Melchior y Sabela, el rector Gómez Soliño, Enrique González y Trini, su hermano Pedro... También me es de grata evocación la presentación que hice, en la portuense Casa de la Aduana, el 30 de julio de 2001, de su último libro La Botánica, Sventenius y yo. Cerró el turno de oradores el autor, que revivió sus visitas al pintoresco pueblo, en la época de vecindad realejera, cuando los llevaban sus abuelos, en el Buick del tío Vicente, a bañarse en Martiánez; y luego, acompañando, a tantos premios Nobel y otros famosos de la ciencia, en la preceptiva excursión al Valle de La Orotava. Y, en fin, fue, excesivamente, generoso conmigo: “Como presentador fue elegido mi querido y admirado amigo don Juan del Castillo, amigo de mi esposa y mío desde que su madre nos recibía con esplendidez y mucho cariño en su hermosa casona de La Orotava. Para mi fue una

tranquilidad su designación...”.

La Laguna, la silenciosa de siempre, la ruidosa de la Noche Blanca, “la de los saludos ceremoniosos y las disimuladas sonrisas burlonas”, tiene en el profesor Antonio González y González uno de sus máximos referentes. La ciudad lo nombró Hijo Adoptivo y bautizó, con su nombre, una de las calles cercanas al Cuadrilátero, paralela a las de otros dos recordados profesores de la Universidad, Elías Serra y Régulo Pérez.

La vida de Maruxa, en plenitud, casi se acabó con la de Antonio, aunque le sobreviviría siete años. Mañana nos vamos a reunir sus infinitos amigos para rezar por ella, en la iglesia más antigua de la isla, en la parroquia matriz de la Concepción, donde se bautizó, donde se casó, donde, en suma, se fue haciendo eterna... Justo cuando se cumplen tres meses del último viaje, en la semana de su onomástica. Oficiará la eucaristía otro realejero ilustre, el padre José Siverio. Luego, en las inmediaciones del templo, en la tasca de un amigo de La Laguna profunda, me iré -en recuerdo de la irrepetible Maruxa, por supuesto- a tomarme un JB. O varios, según se tercie.

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