LOS HECHIZOS QUE DESPIERTAN EN EL PUERTO DE LA CRUZ
ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros
Instintivamente fui hasta el balcón, este ofrece una amplia vista de toda la cordillera dorsal. Hoy se ve el cielo cubierto de grises nubes acumuladas que cubren toda la zona alta del Valle de La Orotava, “jardín tinerfeño”. Como es habitual, en estas fechas, los primeros meses del nuevo año, cual -panza de burra-, como vulgarmente le decimos; y siempre a favor del campesino dueño de los terrenos secanos existentes en toda esa ladera encumbrada, susceptible al mar de nubes tradicional. En cambio, en Puerto de la Cruz, transparente y cosmopolita, el sol resplandece como una antorcha encendida luciendo su esplendor y dándole a la ciudad, ese sello inconfundible que le caracteriza. Y el calor humano que se percibe, cuando nos acercamos a él, que despierta la grata sensación de sentirnos bien acogidos y entrar en un lugar distinto, cálido...
En esta ocasión, buscando el aire salitroso del puerto marinero y todo su tranquilo entorno, salí e inspiré hondo, con ganas de llenar ampliamente mis pulmones, y extendí mis brazos en ademán de gracia hacia el Todopoderoso, por poder disfrutar de tan soberbio instante de paz gratificante. Un nutrido número de gacelas rondaban sobre mí, y tres se posaron muy cerca, ahuyentando a una considerable banda de tórtolas que llevaban largo rato disfrutando de las caricias del sol. Aún más. Es increíble la cantidad de aves que rondan sobre el Puerto de la Cruz y toda su periferia, y porqué no decir por todo el Valle. Antes no recuerdo fuera así, pero hablando con gentes mayores, comentan que antiguamente ese era uno de los atractivos más significativo, era tal la cantidad de aves y las distintas especies, que alucinaban; e igual digamos de las bellas mariposas, que daba gusto pasear por los verdes y floridos campos, sólo por contemplar el impresionante colorido de las mismas. Y de las aves, el dulce canto de sus gorjeos y trinos y arrullos. Estas no temían a la presencia del hombre ni de los niños. Como ocurre hoy, paradójicamente, en nuestra cosmopolita ciudad, que, casi por todos los ciudadanos, se les mima como al resto de los animales. Es curioso, como influye el roce cívico y social con otras corrientes culturales. En poco tiempo hemos aprendido algo bueno, y muy estimable de nuestros visitantes, que todo no iba a ser negativo. Amamos más a nuestra naturaleza y hemos ido adquiriendo verdadera conciencia respecto al respeto y cariño que les debemos a nuestros animales. Ese es el modelo de civilización que deben imitar todos los pueblos del mundo.
Ahora mismo, que acabo de asomarme a la ventana, veo pasar volando muy bajo, unos cuarenta o más loros verdes que van y vienen frecuentemente, de allá para acá, no estoy exagerando ni es ese mi estilo. Palomas salvajes, gacelas, tórtolas, mirlos, jilgueros, canarios excarcelados, que casualmente abundan como nunca.
Hubo una época, y no muy lejos, en que, cuando subía a la azotea de mi casa y era avistado por unas cuarenta y más palomas, venían a mi encuentro buscando los granos que les llevaba; eran aves sin dueños acosadas brutalmente por algunos desaprensivos sin escrúpulo para conseguir sus capturas, no entiendo con qué sistema, pues casi todas tenían las patitas mutiladas. Ahora sólo viene una, desde hace un par de años y siempre me está esperando cuando subo, luego desaparece. Entonces me sentía como poseído por un sentimiento compasivo que me identificaba con sus necesidades elementales, fáciles de entender si se quiere. Lo que no entiendo, cómo es posible que haya personas que les choque que otras sean solidarias y cariñosas con los animales, más si ven que éstos no tienen a nadie.
En la parte alta está lloviendo, lo dice una radio de difusión local. Y aquí, qué deleite. Ahora mismo, desde donde estoy escribiendo este borrador, a mi izquierda tengo una ventana que me ofrece una perspectiva distinta. Lo que se ve y más abunda es la mar serena, tranquila, hasta el horizonte bien delimitado, perceptible a todas luces y más próximo que nunca. Mi estancia, está ambientada con una música muy suave que me estimula muy considerablemente, y puedo sentir, a lo sumo, lo que llevo dentro con su propia resonancia emocional. Es verdad que uno busca, a veces, motivaciones distintas sin percatarse que lleva dentro las más bellas motivaciones... Somos como el niño que se apetece del juguete ajeno sin entender que el que tiene en las manos, el suyo propio, es el más bello.... Es como buscar un amor imposible teniendo muy cerca un corazón que no deja de latir por uno. Es el característico inconformismo de siempre que nos traiciona tantas veces.
Pensando estaba ahora, en contradicción con lo que pudiera haber dicho alguna vez, por razones obvias, respecto a la tranquilidad que se vive en las primeras horas de las noches portuenses; paseando por sus calles peatonales bien iluminadas y concurridas de encantadores turistas, que se identifican con nosotros y comparten los mismos deseos de orden y paz, sentimientos que se reflejan en sus serenos rostros, bien en animadas comparsas, cuando van en grupos o cuando van en solitario. Se les ve anhelantes y felices buscando el rincón idóneo para vivir experiencias inolvidables con entusiasmo y almacenarlas luego para sí. Sumarlas luego a esos recuerdos que nos ayudan a vivir más tarde, cuando estemos inmersos en la lucha cotidiana, laboral, social o familiar, allá donde estemos. Recuerdos que llegarán a veces a ser idealizados con la pasión del momento.
Anoche caminé por las calles de mi Puerto de la Cruz, como un sonámbulo, sin un rumbo fijo, sólo tomar el aire y recrearme en el ambiente; no sentí cansancio alguno, sólo eché en falta no tener veinte años menos. Me estaba enamorando, esa noche tibia y sensual, aún más de mi encantadora ciudad. Hubo momentos que pensé si sería esa la última noche que pisara sus calles, tradicionalmente alegres... Y en cualquier esquina también comienzan tramos de trayectos solitarios, por donde es grato caminar con menos luz, y sensiblemente fríos, a donde llegan las brisas del mar acariciándonos, cuando la soledad nos embarga y nos anima a seguir ese camino entre sombras, cómplices de nuestros desencantos.
Mientras la ciudad duerme, antes que despierte el alba, hay rumores que se oyen en sus calles que parecen, a veces, lamentos que se apagan o risas rotas que acaban gimiendo escondidas en tantos bellos rincones... No hay voces, sólo se escucha el batir de las olas golpeándose contra los gélidos y solitarios acantilados... Y los pasos de algún errabundo que va de regreso, medio triste medio alegre, como las horas que ha visto morir durante la noche mágica de nuestro entrañable puertito, viendo las barcas varadas, y en las aguas tranquilas de la bahía meciéndose algunas; como novias esperando risueñas y enamoradas, acompañadas por las brisas que pasan o se posan lamiendo la solitaria orilla de su playa. Hasta que amanece, se sigue oyendo un débil eco hechizado, de locura y de amor, hasta hacerse casi imperceptible, como una cortina de humo se va esfumando ante nuestros sentidos ya adormecidos. Somos sorprendidos en la retirada por los primeros madrugadores que no gozaron la noche, que perdieron esas horas de soledad compartida. Horas de reflexión a la orilla del mar, haciendo cuentas antes de regresar a casa, pensando en lo bella que es la vida en mi ciudad y lo poco que la hemos disfrutado los que vivimos aquí; por tenerla y no entender lo bella y hermosa que es. Por contradecirnos y no querer reconocer nuestras debilidades...
ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros
Instintivamente fui hasta el balcón, este ofrece una amplia vista de toda la cordillera dorsal. Hoy se ve el cielo cubierto de grises nubes acumuladas que cubren toda la zona alta del Valle de La Orotava, “jardín tinerfeño”. Como es habitual, en estas fechas, los primeros meses del nuevo año, cual -panza de burra-, como vulgarmente le decimos; y siempre a favor del campesino dueño de los terrenos secanos existentes en toda esa ladera encumbrada, susceptible al mar de nubes tradicional. En cambio, en Puerto de la Cruz, transparente y cosmopolita, el sol resplandece como una antorcha encendida luciendo su esplendor y dándole a la ciudad, ese sello inconfundible que le caracteriza. Y el calor humano que se percibe, cuando nos acercamos a él, que despierta la grata sensación de sentirnos bien acogidos y entrar en un lugar distinto, cálido...
En esta ocasión, buscando el aire salitroso del puerto marinero y todo su tranquilo entorno, salí e inspiré hondo, con ganas de llenar ampliamente mis pulmones, y extendí mis brazos en ademán de gracia hacia el Todopoderoso, por poder disfrutar de tan soberbio instante de paz gratificante. Un nutrido número de gacelas rondaban sobre mí, y tres se posaron muy cerca, ahuyentando a una considerable banda de tórtolas que llevaban largo rato disfrutando de las caricias del sol. Aún más. Es increíble la cantidad de aves que rondan sobre el Puerto de la Cruz y toda su periferia, y porqué no decir por todo el Valle. Antes no recuerdo fuera así, pero hablando con gentes mayores, comentan que antiguamente ese era uno de los atractivos más significativo, era tal la cantidad de aves y las distintas especies, que alucinaban; e igual digamos de las bellas mariposas, que daba gusto pasear por los verdes y floridos campos, sólo por contemplar el impresionante colorido de las mismas. Y de las aves, el dulce canto de sus gorjeos y trinos y arrullos. Estas no temían a la presencia del hombre ni de los niños. Como ocurre hoy, paradójicamente, en nuestra cosmopolita ciudad, que, casi por todos los ciudadanos, se les mima como al resto de los animales. Es curioso, como influye el roce cívico y social con otras corrientes culturales. En poco tiempo hemos aprendido algo bueno, y muy estimable de nuestros visitantes, que todo no iba a ser negativo. Amamos más a nuestra naturaleza y hemos ido adquiriendo verdadera conciencia respecto al respeto y cariño que les debemos a nuestros animales. Ese es el modelo de civilización que deben imitar todos los pueblos del mundo.
Ahora mismo, que acabo de asomarme a la ventana, veo pasar volando muy bajo, unos cuarenta o más loros verdes que van y vienen frecuentemente, de allá para acá, no estoy exagerando ni es ese mi estilo. Palomas salvajes, gacelas, tórtolas, mirlos, jilgueros, canarios excarcelados, que casualmente abundan como nunca.
Hubo una época, y no muy lejos, en que, cuando subía a la azotea de mi casa y era avistado por unas cuarenta y más palomas, venían a mi encuentro buscando los granos que les llevaba; eran aves sin dueños acosadas brutalmente por algunos desaprensivos sin escrúpulo para conseguir sus capturas, no entiendo con qué sistema, pues casi todas tenían las patitas mutiladas. Ahora sólo viene una, desde hace un par de años y siempre me está esperando cuando subo, luego desaparece. Entonces me sentía como poseído por un sentimiento compasivo que me identificaba con sus necesidades elementales, fáciles de entender si se quiere. Lo que no entiendo, cómo es posible que haya personas que les choque que otras sean solidarias y cariñosas con los animales, más si ven que éstos no tienen a nadie.
En la parte alta está lloviendo, lo dice una radio de difusión local. Y aquí, qué deleite. Ahora mismo, desde donde estoy escribiendo este borrador, a mi izquierda tengo una ventana que me ofrece una perspectiva distinta. Lo que se ve y más abunda es la mar serena, tranquila, hasta el horizonte bien delimitado, perceptible a todas luces y más próximo que nunca. Mi estancia, está ambientada con una música muy suave que me estimula muy considerablemente, y puedo sentir, a lo sumo, lo que llevo dentro con su propia resonancia emocional. Es verdad que uno busca, a veces, motivaciones distintas sin percatarse que lleva dentro las más bellas motivaciones... Somos como el niño que se apetece del juguete ajeno sin entender que el que tiene en las manos, el suyo propio, es el más bello.... Es como buscar un amor imposible teniendo muy cerca un corazón que no deja de latir por uno. Es el característico inconformismo de siempre que nos traiciona tantas veces.
Pensando estaba ahora, en contradicción con lo que pudiera haber dicho alguna vez, por razones obvias, respecto a la tranquilidad que se vive en las primeras horas de las noches portuenses; paseando por sus calles peatonales bien iluminadas y concurridas de encantadores turistas, que se identifican con nosotros y comparten los mismos deseos de orden y paz, sentimientos que se reflejan en sus serenos rostros, bien en animadas comparsas, cuando van en grupos o cuando van en solitario. Se les ve anhelantes y felices buscando el rincón idóneo para vivir experiencias inolvidables con entusiasmo y almacenarlas luego para sí. Sumarlas luego a esos recuerdos que nos ayudan a vivir más tarde, cuando estemos inmersos en la lucha cotidiana, laboral, social o familiar, allá donde estemos. Recuerdos que llegarán a veces a ser idealizados con la pasión del momento.
Anoche caminé por las calles de mi Puerto de la Cruz, como un sonámbulo, sin un rumbo fijo, sólo tomar el aire y recrearme en el ambiente; no sentí cansancio alguno, sólo eché en falta no tener veinte años menos. Me estaba enamorando, esa noche tibia y sensual, aún más de mi encantadora ciudad. Hubo momentos que pensé si sería esa la última noche que pisara sus calles, tradicionalmente alegres... Y en cualquier esquina también comienzan tramos de trayectos solitarios, por donde es grato caminar con menos luz, y sensiblemente fríos, a donde llegan las brisas del mar acariciándonos, cuando la soledad nos embarga y nos anima a seguir ese camino entre sombras, cómplices de nuestros desencantos.
Mientras la ciudad duerme, antes que despierte el alba, hay rumores que se oyen en sus calles que parecen, a veces, lamentos que se apagan o risas rotas que acaban gimiendo escondidas en tantos bellos rincones... No hay voces, sólo se escucha el batir de las olas golpeándose contra los gélidos y solitarios acantilados... Y los pasos de algún errabundo que va de regreso, medio triste medio alegre, como las horas que ha visto morir durante la noche mágica de nuestro entrañable puertito, viendo las barcas varadas, y en las aguas tranquilas de la bahía meciéndose algunas; como novias esperando risueñas y enamoradas, acompañadas por las brisas que pasan o se posan lamiendo la solitaria orilla de su playa. Hasta que amanece, se sigue oyendo un débil eco hechizado, de locura y de amor, hasta hacerse casi imperceptible, como una cortina de humo se va esfumando ante nuestros sentidos ya adormecidos. Somos sorprendidos en la retirada por los primeros madrugadores que no gozaron la noche, que perdieron esas horas de soledad compartida. Horas de reflexión a la orilla del mar, haciendo cuentas antes de regresar a casa, pensando en lo bella que es la vida en mi ciudad y lo poco que la hemos disfrutado los que vivimos aquí; por tenerla y no entender lo bella y hermosa que es. Por contradecirnos y no querer reconocer nuestras debilidades...
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